ElCapitalista007

sábado, septiembre 29, 2007

HISTORIA : Los controles de precios y su impacto económico

En innumerables ocasiones a lo largo de la historia, los gobernantes han tratado de hacer uso de "la fuerza de la ley" para solucionar de forma drástica los problemas económicos. Así, la intervención oficial en el mercado para fijar valores determinados a los bienes y productos sensibles de acuerdo a la opinión de los poderes públicos, se conoce como “política de control de precios”. Esa práctica se establece por lo general en el intento de evitar la inflación o abaratar el consumo de los sectores populares. Durante el Imperio Romano, el emperador Diocleciano asistió a una profunda crisis económica e intentó controlar la economía y los precios. A través de un edicto fijó precios máximos para más de mil trescientos productos y también estableció el costo de la mano de obra para producirlos. Pese a que quienes violaran la medida serían condenados a la pena capital, el edicto fracasó. Las consecuencias fueron la desaparición de productos del comercio, el surgimiento de un mercado negro y la agravación de las alzas de precios. Finalmente, Diocleciano fue obligado a abdicar. Más tarde, Juliano el Apóstata reincorpora los controles de precios y con ello añade una causa más para la caída del Imperio.
Durante más de cuarenta siglos la fijación de precios oficiales o políticas de control de precios jamás ha dado resultados más allá del corto plazo, pues a la larga sólo generaron pobreza, escasez y corrupción.El primer caso documentado de control de precios fue el que impusieron los reyes sumerios durante el siglo XXIV a.c.. A esta tarea se dedicaba el “sangu” o vicario administrador, quien ordenaba las actividades económicas mediante una burocracia agobiante. Tal política destruyó la economía sumeria, al punto que el Rey Urukagina terminó aboliendo impuestos y regulaciones y eliminó el burocratismo luego de una revolución.Los persas incurrieron en experiencias similares siglos más tarde. Intervenciones de precios y salarios unidos a los altos impuestos fueron los detonantes de sendas rebeliones egipcias que pusieron fin al dominio persa tanto en Babilonia como en Egipto.

Las políticas de control de precios se sucedieron en la Revolución Francesa, donde la notoria "ley del máximo" fue responsable de la mayoría de las víctimas de la guillotina; y en la China de Chiang Kai-shek, quien para hacer cumplir los precios máximos terminó matando a comerciantes en las plazas públicas de Shanghai, para que sirvieran de lección.

En 1936 la administración del III Reich decretó la congelación de todos los precios existentes en Alemania, como culminación del proceso de "domesticación de precios" que venía sufriendo el país desde la llegada al poder del nacionalsocialismo casi cuatro años antes. La economía de compulsión nazi acabaría pasando a la historia por su sistemática y elaborada naturaleza, así como por las durísimas medidas que acompañaron su aplicación. Para los nazis el control de los precios no era una medida coyuntural sino que estaba enraizada en su proyecto político totalitario y belicista.

Hitler tenía claro, tras la hiperinflación alemana del 23, que un proceso inflacionario podía significarle una creciente impopularidad, y por ello comenzó a establecer sucesivamente precios máximos sobre distintos artículos. Pero, una vez que se embarcó en esos controles, el proceso ya no se detuvo y se extendió a prácticamente todos los bienes y servicios, fueran de consumo, capital, materias primas o trabajo. Surgieron las colas, los desabastecimientos, la acumulación de cualquier producto que se encontrara en las tiendas, y finalmente el racionamiento. En sus etapas finales, la economía alemana absolutamente devastada por la guerra mostraba paradojas como que, en medio de un hambre generalizada, un sombrero sin precio controlado costaba millones de veces más que una pieza de pan (sobre la que sí existía precio máximo). Tiempo después, el jerarca responsable del planeamiento económico, Herman Goering, siendo prisionero confesó: “Si intentan controlar precios y jornales, es decir el trabajo del pueblo, deberán controlar la vida de las personas. Y ningún país puede intentarlo a medias. Yo lo hice y fracasé”.

Durante la Segunda Guerra Mundial, en los Estados Unidos se creó una Oficina de Administración de Precios que elaboró una lista de productos sometidos a control y exigió autorización previa a cualquier modificación en sus precios. Algunos fabricantes fueron sorprendidos con precios muy atrasados, lo que los condenaba a fuertes pérdidas. Su primera reacción consistió en disminuir la calidad de los productos, después empezaron las presiones sobre la Oficina de Administración de Precios y la presentación de estudios que demostraban que si no se les autorizaba a subir los precios se verían obligados a cerrar, etc.. La burocracia de dicha repartición (dirigida por el célebre John Kenneth Galbraith, quien narró lo acontecido como enseñanza) no tuvo más remedio que ir cediendo de a poco, y su trabajo resultó poco menos que inútil.

Tampoco funcionaron los controles 25 años más tarde, cuando Richard Nixon, al alcanzar la inflación el 4,5% anual, nivel considerado entonces como inaceptable, impuso un congelamiento de precios y salarios entre 1971 y 1973; o cuando el presidente James Carter más adelante trató de hacerlo más selectivamente.

En la Unión Soviética, donde pareciera que estos problemas podían superarse, tampoco fue así. Los precios artificialmente bajos de algunos productos implicaron un rápido agotamiento de su oferta; y las largas colas para adquirir artículos básicos como el pan eran muy frecuentes. Además, como los productores de trigo recibían el mismo salario fuera cual fuese la demanda y la calidad de su producto, el estímulo económico era sustituido por una fuerte presión e incluso por cruel represión.

Nuestro país fue escenario en diversas épocas de experiencias parecidas y con similares consecuencias: carestía, mercado negro, caída de la oferta, distorsión de precios relativos, corrupción, etc.

Como muestra, basta recordar la política de “inflación cero” encarada por José Ber Gelbard, ministro de economía del gobierno justicialista en 1973. Las medidas consistieron en aumento de salarios junto con congelación de los precios –incluyendo tarifas públicas y tipo de cambio– por tiempo indefinido. Así se inició un período caracterizado por el mercado negro y el desabastecimiento. Progresivamente, la política de gasto público encarada por el gobierno, sumada al atraso de tarifas, motivaron un incremento enorme del déficit fiscal financiado con emisión monetaria. Todo esto incubó un proceso inflacionario virulento que explotó el 2 de junio de 1975 con el recordado traumático “rodrigazo” (denominación devenida del recién asumido ministro de economía, Celestino Rodrigo), al disponerse un violento sinceramiento de las variables económicas.

En la actualidad los gobernantes son más sutiles, pero no por ello más efectivos. En nuestros días, uno de los objetivos prioritarios del gobierno nacional ha sido preservar la estabilidad de los precios. Para ello recurrió a diferentes mecanismos, tales como los acuerdos o controles sobre bienes o productos cuyos precios repercuten en el poder adquisitivo de la población.

Un caso que puede citarse es el de la carne. Para neutralizar el impacto del precio de la carne vacuna sobre el índice de precios al consumidor (IPC), se dispuso primero prohibir sus exportaciones y luego limitarlas, restando demanda externa para que el precio bajara. Obviamente, el precio declinó de manera forzada y a costa del bolsillo de los productores ganaderos.

Otro ejemplo es el servicio de transporte de pasajeros en el área metropolitana de Buenos Aires. Los boletos de corta y media distancia se mantienen contenidos, por lo que el IPC no registra aumentos en ese rubro. La salida de las autoridades para evitar los quebrantos de las empresas transportistas fue subsidiarles sus desfasajes. El consumidor terminó soportando el transporte más caro, pero en vez de pagarlo el pasajero cuando compra su boleto lo hacen los contribuyentes a través del sistema impositivo.

Con los combustibles ocurre algo similar. El precio interno se mantiene invariable desde que el barril de petróleo cotizaba en el mercado internacional a u$s 30, siendo que actualmente ronda los 51 dólares y llegó a alcanzar los 80. Este diferencial ha generado problemas de abastecimiento por falta de inversiones necesarias para incrementar la oferta. Cuando la escasez de gasoil amenazó con complicar las actividades agropecuarias y el transporte, el gobierno exigió a las empresas petroleras que importaran a valores internacionales, para luego venderlo internamente al precio oficial. Este mecanismo, que también busca ocultar el impacto sobre el IPC, sólo es sostenible por un breve tiempo.

El aumento moderado del nivel de precios minoristas que mide el INDEC, logrado con la ayuda de controles oficiales, más allá de que no refleja la sensación que buena parte de la población siente en sus bolsillos, tiene como contrapartida una distorsión creciente en la estructura de precios relativos. La apertura del IPC muestra que desde diciembre de 2001, mientras el nivel general se elevó el 87%, el transporte público aumentó sólo el 23%; la telefonía fija, el 9%, y los servicios residenciales de gas y agua, el 17%. Los retrasos son evidentes, y la compensación mediante subsidios oficiales al transporte y a la energía no ha sido suficiente para motorizar las inversiones imprescindibles.

Los ejemplos anteriores muestran que, a pesar de que las autoridades puedan manejar los índices durante cierto tiempo, el problema inflacionario seguirá vigente. En algún momento las presiones inflacionarias reprimidas van a manifestarse, sea por escasez de productos, por disminución en la calidad de los mismos o algún otro mecanismo que permita equilibrar la diferencia entre el valor oficial y la inflación real. Cuanto más amplio y férreo sea el control de precios y cuanto más largo el período en que se aplica, más complicada será la resolución del problema.

En síntesis, los controles de precios no han funcionado en 4.000 años, bajo ningún contexto y en ninguna cultura. Lamentablemente, parece que las lecciones de la historia no se aprenden y que las ideas desacreditadas no mueren ni se olvidan.

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