ElCapitalista007

miércoles, enero 02, 2008

Por qué no ganarán los demócratas?

Se traducirá la presente impopularidad del Presidente Bush en que los demócratas recuperen el control de la Cámara o del Senado este otoño o una victoria en las elecciones presidenciales del 2008? Probablemente no. A pesar del extendido descontento con los republicanos, es difícil concebir que un partido encabezado por Howard Dean, John Kerry, Nancy Pelosi y Harry Reid obtenga la mayoría.Por qué? Hay una amplia gama de motivos, unos evidentes y otros menos evidentes. En primer lugar, sucesos y tendencias recientes han hecho más difíciles de mantener los principales argumentos de los demócratas contra los presuntos fracasos de George W. Bush.

La denominada recuperación sin creación de empleo ha visto cómo las tasas de desempleo han descendido hasta cifras comparables con las de los años de expansión de Clinton.

El pasado septiembre mucha gente culpó del caos posterior al Huracán Katrina a una supuesta tacañería por parte del gobierno federal. Pero ahora se han descubierto reclamaciones y gastos fraudulentos de particulares que alcanzaron 1.400 millones de dólares en regalos del gobierno. Aparentemente se desperdició demasiado dinero del gobierno con demasiada generosidad, en lugar de poco y lentamente.

Karl Rove presuntamente iba a ser expulsado con rapidez de la Casa Blanca por su supuesto papel en la filtración que desveló la identidad como agente de la CIA de Valerie Plame. En lugar de eso, el fiscal especial no encontró ninguna prueba de que estuviera implicado en ninguna práctica censurable.

Y después está Irak. La reciente muerte de Abú Musab al-Zarqawi y el establecimiento de un gabinete iraquí completamente democrático no garantizarán una victoria rápida, como vemos en el reciente asesinato de soldados norteamericanos cautivos. Pero ambos elementos debilitan aún más el clamor progresista de que el esfuerzo estadounidense por dar a luz una nueva democracia en Irak está condenado. Pedir un plazo para salir del país, como defienden el representante John Murtha o el senador John Kerry, no es un argumento tan convincente cuando la presente política se basa en entrenar a las crecientes fuerzas de seguridad iraquíes de modo que las tropas norteamericanas puedan volver a casa tan pronto como sea posible.

Así, según nos acercamos a las elecciones, no parece que haya mucho que los demócratas puedan capitalizar.

Tome el déficit presupuestario. Los ingresos federales anuales totales se han incrementado a pesar de, o a causa de, los recortes fiscales. Pero al mismo tiempo, los gastos presupuestarios del primer mandato Bush crecieron a un ritmo anual mucho más rápido que durante la administración de Bill Clinton. De modo que el socorrido remedio para el descenso pide recortes y un presupuesto más conservador, lo que difícilmente puede ser un argumento que fortalezca a los progresistas.

Ni siquiera en un área como la inmigración ilegal, donde Bush está siendo criticado duramente por su propio partido, los demócratas están en buena forma. Su apoyo a la amnistía y a los trabajadores invitados les da los mismos puntos negativos que a Bush en esos temas. Pero sufren el peso adicional de una aparente laxitud en el asunto de las fronteras abiertas.

Mientras, los demócratas afrontan un problema existencial más fundamental. La llegada de China y la India al sistema capitalista mundial ha traído a bastante más de mil millones de empleados al mercado de trabajo global. El planeta está hoy inundado de bienes de consumo baratos en el preciso momento en el que la economía norteamericana continúa creando riqueza nacional a un ritmo veloz.

El resultado es que, aunque pueda haber más desigualdad que nunca antes en el mercado mundial, la clase media y los pobres en Estados Unidos tienen acceso a "cosas" –televisiones, cadenas de sonido, ropa, coches– con las que nunca soñaron en el pasado. Nos encontramos hoy en la era de la MTV y el consumo de masas, no de las uvas de la ira. La lucha de clases en Estados Unidos ya no puede ser definida por el Partido Demócrata en términos de la necesidad elemental de una jornada semanal de 40 horas, seguro por paro e invalidez o Seguridad Social.

Desafortunadamente, el debate progresista ha retrocedido a por qué unas personas tienen mayor acceso al ocio y a objetos más bonitos que otras. En lugar del hambre de antaño, es ahora una suerte de envidia lo que alimenta el conflicto, algo que debería exigir un sutil reconocimiento de los demócratas de que las cosas continúan mejorando para todo el mundo.

Finalmente, en el pasado, los sabios demócratas comprendieron la necesidad de disfrazar con un conservador esos contenidos progresistas. Para ganar el voto popular en las carreras presidenciales, la fórmula era nominar a un gobernador o senador del Sur –como en 1964, 1976, 1992, 1996 o 2000– y a continuación esperar o bien a un escándalo republicano como el Watergate o el Irán-Contra, o la entrada en liza de un candidato conservador populista independiente como Ross Perot.

En cambio, cada vez que la base progresista se salía con la suya y nominaba a un progresista del Norte –1968, 1972, 1984, 1988 o 2004– el partido perdía la presidencia. Hasta la fecha, ni siquiera Abú Ghraib, Guantánamo, el Katrina o Haditha han igualado los pasados escándalos nacionales; tampoco es probable que un parásito independiente vaya a restar votos a los republicanos.

Sí, gran parte del público está irritado por los elevados precios de la gasolina. No les gusta el precio de Irak ni los continuos déficits presupuestarios. Y la gente está preocupada por la inmigración ilegal sin control y los peligros en el horizonte, de Irán a Corea del Norte. Pero cuando los norteamericanos se metan en las cabinas de votación, probablemente pensarán que el remedio demócrata es peor que la enfermedad republicana que perciben.

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