ElCapitalista007

domingo, diciembre 16, 2007

Hitler, Mussolini y Roosevelt

por David Boaz.-El 7 de mayo de 1933, solamente dos meses después de la inauguración de Franklin Delano Roosevelt (FDR), la reportera del New York Times Anne O’Hare McCormick escribió que la atmósfera en Washington era “extrañamente parecida a Roma durante las primeras semanas después de la marcha de los Camisas Negras, de Moscú al principio del Plan de Cinco Años… EE.UU. hoy literalmente pide órdenes”. El gobierno de Roosevelt, añadió ella, “tiene la visión de una federación de industria, trabajo y gobierno semejante al Estado corporativo tal como existe en Italia”. Ese artículo no es citado en el libro Three New Deals, un estudio fascinante realizado por el historiador alemán Wolfgang Schivelbusch. Pero está detrás del argumento central: que hay similitudes sorprendentes entre los programas de Roosevelt, Mussolini y Hitler.

Con nuestro conocimiento de los horrores del Holocausto y de la Segunda Guerra Mundial, encontramos casi imposible considerar tales aseveraciones sin apasionarnos. Pero en los 1930s, cuando todo el mundo estaba de acuerdo que el capitalismo había fracasado, no era difícil encontrar características comunes y admiración mutua entre Washington, Berlín y Roma, ni hablar de Moscú. (Three New Deals no se enfoca mucho en esta última). Tampoco es esto una mera curiosidad histórica, de ninguna gran importancia en la era que vino después de que la democracia derrotó al fascismo, al nacional socialismo y al comunismo. Schivelbusch concluye su ensayo con la advertencia del periodista socialista John T. Flynn, en 1944, que el poder estatal se nutre de las crisis y los enemigos. Desde ese entonces hemos advertido acerca de muchas crisis y muchos enemigos, y hemos llegado a aceptar un estado más poderoso e intruso que el que existió antes de los treintas.

Schivelbusch encuentra paralelos en ideas, estilo y programas de estos regimenes disímiles —hasta entre su arquitectura. “El monumentalismo neoclásico”, escribe, es “el estilo de arquitectura en el que el estado manifiesta su poder y su autoridad”. En Berlín, Moscú y en Roma, “el enemigo que debía ser erradicado era la herencia de la arquitectura laissez-faire del liberalismo del siglo diecinueve, una mezcla de estilos y estructuras sin planificación”. Washington erigió muchos monumentos neoclásicos en los años treinta, aunque con menos destrucción que en las capitales europeas. Considere las esculturas del “Hombre controlando el comercio” en frente de la Comisión Federal de Comercio, con un hombre muscular sosteniendo a un caballo enorme. Ellos hubieran estado perfectamente en casa en la Italia de El Duque.

“Comparar”, Schivelbusch indica, “no es lo mismo que equiparar”. EE.UU. durante el New Deal de Roosevelt no se volvió un estado de un solo partido; no tenía una policía secreta; la Constitución siguió siendo respetada en gran parte, y no hubieron campos de concentración; el New Deal preservó las instituciones del sistema liberal-democrático que el Nacional-Socialismo abolió”. Pero a lo largo del los años treinta, los intelectuales y periodistas señalaron “áreas de convergencia entre el New Deal, el Fascismo y el Nacional Socialismo”. Los tres eran vistos como algo que trascendía al “clásico liberalismo anglo-francés”— el individualismo, los mercados libres y el poder descentralizado.

Desde 1776, el liberalismo transformó al mundo occidental. Mientras que The Nation editorializaba en 1900, antes de que abandone al viejo liberalismo, “Librados del fastidioso entrometimiento de los gobiernos, lo hombres se dedicaron a su tarea natural, el mejoramiento de su condición, con los maravillosos resultados que nos rodean”—industria, transportación, teléfonos y telégrafos, aguas servidas, alimentos en abundancia y electricidad. Pero el editor se preocupó de que “su confort material ha cegado los ojos de la actual generación frente a la causa que lo ha hecho posible”. Los viejos liberales murieron, y los liberales jóvenes comenzaron a cuestionarse si el gobierno no podía ser una fuerza positiva, algo que debía ser utilizado en vez de limitado.

Otros, mientras tanto, comenzaron a rechazar al liberalismo en si. En su novela de los 1930s, The Man Without Qualities, Robert Musil escribió, “La desgracia ha decretado que…el ánimo de los tiempos debería apartarse de las viejas directrices del liberalismo que había favorecido Leo Fischel —los grandes ideales guiadores de la tolerancia, la dignidad del hombre y el libre comercio— y la razón y el progreso en el mundo occidental serían desplazadas por teorías racistas y eslóganes callejeros”.

El sueño de una sociedad planificada infectó tanto a la derecha como a la izquierda. Ernst Jünger, un militarista influyente de derecha en Alemania, reportó su reacción a la Unión Soviética: “Me dije: de hecho, no tiene constitución, pero ellos si tienen un plan. Esto podría ser algo excelente”. Tan pronto como en 1912, FDR alabó el modelo prusio-germánico: “Ellos fueron más allá de la libertad de cada individuo de hacer lo que este le plazca con su propiedad y lo consideraron necesario restringir su libertad para el beneficio de la libertad del pueblo”, dijo él en un discurso ante el Foro del Pueblo de Troy, Nueva York.

Los progresistas estadounidenses estudiaron en universidades alemanas, Schivelbusch escribe, y “llegaron a apreciar la teoría hegeliana de un estado fuerte y al militarismo de Prusia como la manera más eficiente de organizar las sociedades modernas que ya no podían ser gobernadas por los principios anárquicos del liberalismo”. El influyente ensayo del pragmático filósofo William James de 1910 “The Moral Equivalent of War” resaltó la importancia del orden, la disciplina y la planificación.

Los intelectuales se preocupaban de las desigualdad, de la pobreza de la clase trabajadora, de la cultura comercial creada por la producción masiva. (Ellos no parecían darse cuenta de la tensión entre la última queja y las dos primeras). El liberalismo parecía ser inadecuado para lidiar con tales problemas. Cuando se dio la crisis económica —en Italia y Alemania después de la Primera Guerra Mundial, en EE.UU. con la Gran Depresión— los anti-liberales se aprovecharon de la oportunidad, argumentando que el mercado había fracasado y que era hora de embarcarse en experimentos radicales.

En el North American Review en 1934, el escritor progresista Roger Shaw describió al New Deal como “Una manera fascista de lograr fines socialistas”. El no estaba alucinando. El consejero de FDR, Rexford Tugwel, escribió en su diario que Mussolini había hecho “muchas de las cosas que a mi me parece que son necesarias”. Lorena Hickok, una confidente cercana de Eleanor Roosevelt quien vivió en la Casa Blanca por un corto periodo de tiempo, escribió de manera positiva acerca de un funcionario que había dicho, “Si el [Presidente] Roosevelt en realidad fuese un dictador, podríamos llegar a algún lado”. Ella añadió que si ella fuese más joven, a ella le gustaría liderar “el Movimiento Fascista en EE.UU.”. En la Administración de la Recuperación Nacional (NRA, por sus siglas en ingles), agencia que se dedicaba a crear carteles y que era la clave de los inicios del New Deal, un reportero declaró sin titubear, “Los Principios Fascistas son muy similares a aquellos que hemos estando desarrollando aquí en EE.UU.”.

Roosevelt mismo denominó a Mussolini “admirable” y predicó que él “estaba profundamente impresionado con lo que él había logrado”. La admiración era mutua. En una crítica favorable del libro de 1933 de Roosevelt Looking Forward, Mussolini escribió, “Similar al Fascismo es el principio de que el estado ya no deja a la economía por si sola…Sin duda alguna, el ánimo acompañando a este tremendo cambio se parece al Fascismo”. El principal periódico Nazi, Volkischer Beobachter, varias veces alabaron “la adopción de Roosevelt de restricciones Nacional Socialistas al pensamiento de sus políticas económicas y sociales” y “del desarrollo hacia un estado autoritario” basado en “la demanda de que el bien público sea puesto delante del interés individual”.

En Roma, Berlín y D.C., había una afinidad por las metáforas militares y las estructuras militares. Los fascistas, Nacional Socialistas y los New Dealers todos habían sido jóvenes durante la Primera Guerra Mundial, y ellos recordaban con nostalgia los experimentos durante la planificación para la guerra. En su primer discurso inaugural, Roosevelt convocó a la nación: “Si hemos de avanzar, debemos avanzar como una armada entrenada y leal dispuesta a sacrificarse por el bien de la disciplina común. Estamos, yo lo se, listos y dispuestos a someter nuestras vidas y propiedad a tal disciplina, porque esta hace posible el liderazgo que busca un bien mayor. Asumo sin titubear el liderazgo de esta gran armada…Le pediré al Congreso el único instrumento que falta para enfrentar la crisis —poder ejecutivo amplio para librar una guerra en contra de la emergencia, tan grande como el poder que se me daría a mi si de hecho fuésemos invadidos por un enemigo extranjero”.

Ese fue un tono nuevo para el presidente de la república estadounidense. Schivelbusch argumenta que “Hitler y Roosevelt eran ambos líderes carismáticos que mantenían a sus masas en trance —y sin este tipo de liderazgo, ni el Nacional Socialismo ni el New Deal hubieran sido posibles”. El estilo plebiscitario estableció una conexión directa entre el líder y las masas. Schivelbusch argumenta que los dictadores de los 1930s eran distintos a los “déspotas anticuados, quienes basaban su poder en gran parte en la fuerza coercitiva de guardias pretorianos”. Las protestas masivas, las cadenas radiales —y en nuestra propia era— la televisión pueden poner al gobernador directamente en contacto con la gente de una manera que nunca antes había sido posible.

Con ese fin, todos los nuevos regímenes de los treintas llevaron acabo esfuerzos de propaganda sin precedentes. “La propaganda”, dice Schivelbusch “es el medio a través del cual el líder carismático, evadiendo instituciones sociales y políticas intermediarias tales como los parlamentos, los partidos y los grupos de interés, se gana la atención directa de las masas”. La campaña de las Águilas Azules de la NRA, en la cual a los negocios que obedecían al código de la agencia se les permitía exhibir el símbolo del “Águila Azul”, era una manera de enfilar a las masas y convocar a todos para que exhiban un símbolo visible de apoyo. El director de la NRA, Hugh Johnson hizo claro su propósito: “Aquellos que no están con nosotros están en contra de nosotros”.

Los académicos todavía están estudiando esa propaganda. A principios de este año el museo de Berlín montó una exhibición titulada “Arte y Propaganda: El Choque de Naciones —1930-1945”. De acuerdo al crítico David D’Arcy, en ella se muestra como los gobiernos alemanes, italianos, soviéticos y estadounidenses “ordenaban y financiaban obras de arte cuando la construcción de imagines servía el propósito de construcción de naciones en su máximo extremo… Los cuatro países reunieron a sus ciudadanos detrás de la causa con imagines de renacimiento y regeneración”. Un póster estadounidense de un martillo llevaba el eslogan “Trabaja para Mantenerte Libre”, el cual D’Arcy halló “espeluznantemente cercano al ‘Arbeit Macht Frei’, el signo que saludaba a los prisioneros en Auschwitz”. De igual manera, una reproducción del documental clásico del New Deal, The River (1938) provocó que el crítico del Washington Post, Philip Kennicott escriba que “ver esto 70 años después en un nuevo DVD Naxos es un tanto espeluznante… Hay momentos, especialmente los que involucran tractores (el gran objeto de obsesión de los propagandistas del siglo veinte), cuando usted está seguro de que este film podría haber sido producido en una de las fábricas de películas políticas de los estados totalitarios de Europa”.

El programa y la propaganda se mezclaban en las obras públicas de los tres sistemas. La Autoridad del Valle de Tennessee, el autobahn, y la recuperación estatal de los pantanos de Pontine en las afueras de Roma eran todos proyectos de vitrina, otro aspecto de la “arquitectura del poder” que demostraba el vigor y la vitalidad del régimen.

Usted podrá preguntarse, “¿Dónde esta Stalin en este análisis? ¿Por qué este libro no se llama Los Cuatro New Deals?” Schivelbusch si menciona a Moscú varias veces, como lo hizo McCormick en su artículo del New York Times. Pero Stalin se tomó el poder dentro de un sistema que ya era totalitario, él era el victorioso dentro de un golpe. Hitler, Mussolini y Roosevelt, cada uno de manera distinta, llegaron al poder como líderes poderosos dentro del proceso político. Ellos por lo tanto comparten el “liderazgo carismático” que Schivelbusch considera tan importante.

Schivelbusch no es el primero que ha notado tales similitudes. B.C. Forbes, el fundador de la famosa revista, denunció al “fascismo rampante” en 1933. En 1935 el anterior Presidente Herbert Hoover estaba usando frases como “la regimentación Fascista” cuando discutía el New Deal. Una década después, el escribió en sus memorias que “el New Deal introdujo a los estadounidenses al espectáculo de los decretos Fascistas para los negocios, el trabajo y la agricultura”, y que las medidas tales como la Ley del Ajuste Agrícola, “en sus consecuencias de control de productos y mercados, establecieron un paralelo estadounidense casi indistinguible con el régimen agrícola de Mussolini y Hitler”. En 1944, en The Road to Serfdom, el economista F.A. Hayek advirtió que la planificación económica podría llevar al totalitarianismo. El advirtió a los estadounidenses y a los ingleses que no piensen que había algo malo exclusivamente en el alma alemana. El Nacional Socialismo, decía el, se valía de ideas colectivistas que habían penetrado el mundo occidental desde hace una generación o más.

En 1973 uno de los historiadores estadounidenses más distinguidos, John A. Garraty de Columbia University, creó una controversia con su artículo “El New Deal, Nacional Socialismo y la Gran Depresión”. Garraty era un admirador de Roosevelt pero no podía evitar darse cuenta, por ejemplo, de los paralelos entre el Cuerpo Civil de Conservación y programas similares en Alemania. Ambos, escribió él, “eran esencialmente diseñados para mantener a los hombres jóvenes fuera del mercado laboral. Roosevelt describía a los campos de trabajo como un medio para mantener a la juventud fuera de las ‘esquinas en los callejones de la ciudad’, Hitler como una manera de evitar que ‘se pudra sin ayuda en las calles’. En ambos países mucho se decía del resultado social beneficioso de mezclar miles de personas jóvenes de distintas clases sociales en los campos. Además, ambos eran organizados bajo lineamientos semi-militares con el propósito añadido de mejorar la habilidad física de potenciales soldados y estimular el compromiso público con el servicio nacional durante una emergencia”.

Y en 1976, un candidato presidencial Ronald Reagan se ganó la ira del Senador Edward Kennedy (Demócrata de Massachusetts), el historiador pro-Roosevelt Arthur M. Schlesinger Jr. y el New York Times cuando le dijo a los reporteros que “el fascismo era en realidad la base del New Deal”.

Pero Schivelbusch ha explorado estas conexiones en más detalle y más distancia histórica. Mientras que la memoria viviente del Nacional Socialismo y el Holocausto se disipa, los académicos —tal vez especialmente en Alemania— están gradualmente comenzando a aplicar las ciencias políticas a los movimientos y eventos de los 1930s. Schivelbusch ocasionalmente se sobrepasa, como cuando escribe que Roosevelt una vez se refirió a Stalin y a Mussolini como “sus ‘hermanos de sangre’?”. (De hecho, parece queda claro en la fuente de Schivelbusch—The Age of Roosevelt de Arthur Schlesinger—que FDR estaba diciendo que el comunismo y el fascismo eran hermanos de sangre entre sí, no de él). Pero en general, este es un formidable trabajo de estudio.

Comparar no es equiparar, como dice Schivelbusch. Es un poco tranquilizante darse cuenta de los verdaderos paralelos entre estos sistemas. Pero es aún más importante acordarse de que EE.UU. no cedió ante una dictadura. Roosevelt puede haber estirado la Constitución hasta que esta se volvió irreconocible, y el tenía un deseo de planificación y poder nunca antes visto en la Casa Blanca. Pero él no era un pandillero asesino. Y a pesar de una población que “literalmente pedía ordenes”, como lo dijo McCormick, las instituciones estadounidenses no colapsaron. La Corte Suprema declaró algunas medidas del New Deal inconstitucionales. Algunos líderes empresariales se resistieron a estas. Los intelectuales tanto en la derecha como en la izquierda, algunos de los cuales terminaron en el movimiento libertario que recién se iniciaba, criticaron a Roosevelt. Los políticos republicanos (¡aquellos eran esos días!) solían oponerse al flujo de poder hacia Washington y al fortalecimiento de la autoridad ejecutiva.

Alemania tenía un parlamento y partidos políticos y líderes empresarios, y todos colapsaron frente al movimiento de Hitler. Algo era diferente en EE.UU. Tal vez era el hecho de que el país se formó por personas que habían dejado atrás a los déspotas del mundo viejo para encontrar libertad en el nuevo, y quienes luego hicieron una revolución liberal. Los estadounidenses solían considerarse como individuos, con derechos y libertades iguales. Una nación cuya fundamental ideología es, en las palabras del difunto sociólogo Seymour Martin Lipset, “anti-estatismo, laissez-faire, individualismo, populismo y equidad” será mucho más resistente a las ideologías no liberales.

Crítica del libro Three New Deals: Reflections on Roosevelt's America, Mussolini's Italy, and Hitler's Germany, 1933 – 1939, por Wolfgang Schivelbusch, New York: Metropolitan Books, 242 páginas, $26



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